Opinión

Carlos Menem un gran argentino, un gran presidente

Con un estilo desacostumbrado para la política argentina, Menem tomó decisiones claras y contundentes, y terminó en breve tiempo con la crisis económica.

Carlos Menem

(Por Federico Mena Saravia para El Intransigente).- La muerte de los grandes hombres de la política obra más a modo de balance de su gestión que de su vida. Por eso, la partida de Carlos Menem puso de nuevo sobre la mesa la discusión de aquella década de los ’90, un momento de transición para el mundo donde el expresidente intentó que la Argentina fuera parte integrante de ese nuevo concierto global.

Este primer dato configura una portada genérica del “Menem presidente”, cuyo saldo resulta favorable, ya que se puede afirmar que fue un gran presidente, si se considera que supo manejar el poder y conciliar las tensiones que los argentinos no podían resolver desde los años setenta.

No solamente eso. Conviene recordar que Menem llegó a la Presidencia en el momento más álgido de la época democrática, cuando el país se consumía sin destino aparente con la hiperinflación. Además, seis meses antes el gobierno radical de Raúl Alfonsín le dejaba un sistema político aniquilado y una sociedad al borde de la disgregación.

Con un estilo desacostumbrado para la política argentina, Carlos Menem tomó decisiones claras y contundentes, y terminó en breve tiempo con aquella crisis económica, mientras avanzaba hacia un modelo de país que se compadeciera con el giro que la globalización venía imponiendo desde una década antes.

Aunque fue criticado durante ese proceso, autorizó a privatizar todas las empresas públicas que hasta entonces eran deficitarias y cuyos servicios resultaban más que decadentes. De pronto, los argentinos tuvieron acceso, sólo con sus impuestos, a comodidades y ventajas tecnológicas que, de otra manera, hubieran demorado muchos años en llegar y a un costo inimaginable.

El factor determinante de aquella revolución económica fue el Plan de Convertibilidad imaginado por Domingo Felipe Cavallo, que impuso una paridad con el dólar de uno a uno: “Un peso-un dólar”. Esto fue mucho más que una secuencia económica magistral, porque en esa fórmula también había un sesgo de soberanía: se recuperaba el valor de la moneda para los argentinos.

Fue el primer presidente argentino en comprender que el mundo bipolar de la posguerra había finalizado y era necesario proceder con autonomía. Eso trató de ser la Convertibilidad, que permitió a los ciudadanos de un país postergado conocer el mundo y gozar de beneficios que se pensaban hasta allí sólo posibles en los países desarrollados.

Faltó seguramente realizar algunos ajustes necesarios para que a esa oportunidad de una moneda fuerte se le agregara la competitividad de los productos argentinos en el exterior. También es cierto que, en un mundo de intercambios comerciales ágiles, la obsolescencia de la industria nacional no pudo competir con las importaciones, lo que provocó un saldo social no deseado.

Como también lo es que su gobierno tuvo un marcado carácter neoliberal que colisionaba con las banderas históricas del peronismo, pero había transcurrido más de medio siglo desde aquellos días del General Juan Domingo Perón. Nada es para siempre, menos aún las ideologías verticalistas.

Sin embargo, conservó rasgos autoritarios propios de ese peronismo fundante asumiendo decisiones personales como la reforma de la Constitución Nacional, para permitirse otro periodo más de mandato (igual lo había hecho Perón) forzando el “Pacto de Olivos”, pero que además incorporaría a la Carta Magna las nuevas orientaciones en materia de derechos humanos, junto a mecanismos de defensa de la democracia. Pocos advirtieron que además de aquella reforma, cerraba las diferencias y legitimaba el texto constitucional aprobado bajo el régimen de la autollamada “Revolución Libertadora”. Un paso importante en materia política.

Los escándalos producto de la corrupción tampoco le fueron ajenos, no se le podía pedir un gobierno impoluto en un país donde el fraude y el contrabando forman parte de su ajuar político desde 1810. No podía ser distinto. Y aquella venalidad de los hombres ambiciosos menoscabaron la imagen de su gobierno.

De hecho, escándalos como la venta de armas a Ecuador o la voladura de la fábrica militar de Río Tercero resultaron estigmas que se mantuvieron más allá de su gobierno pero sin que un fallo determinante pudiera involucrarlo directamente. La Justicia, en cambio, sí comprobó y procedió con otros funcionarios de su gobierno, algo que tampoco ha vuelto a ocurrir.

La elección con balotaje fue una de las condiciones resultantes del “Pacto de Olivos”, y Carlos Menem la enfrentó cuando decidió tentar la tercera presidencia en el año 2003, aunque entonces los números le fueron esquivos y ante la posibilidad de perder aquella elección, algo que su carácter de ganador no le permitía, bajó su candidatura, allanando el camino al kirchnerismo.

Al final de su tiempo político, en 1999, la fisonomía de la República Argentina era distinta. Aquel país del “trigo y de la carne”, tenía además de eso, tecnología, servicios a nivel internacional y otros beneficios pero, sobre todo, una mentalidad diferente. El argentino medio había aprendido a comprenderse como un ciudadano del mundo en ese nuevo orbe integrado.

Quizás eso haya sido su mejor legado. Porque los méritos de Raúl Alfonsín estuvieron dedicados a fortalecer la institucionalidad del país, a echar las raíces fecundas de una democracia sustentable, pero Carlos Menem pensó el país para el Siglo XXI.

Había nacido para el manejo del poder y le cabía perfectamente la definición de “animal político”, y eso fue, el hombre que transformó la vida social, los negocios, la parranda, todo, absolutamente todo en él fue político.

Incluso su muerte.

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